LUCAS TRANE.
Un fatídico día de Octubre, la hija de los nobles que
habitaban en el Palacio ya extinguido del Retiro, fue asesinada. Esta noticia
pasó inmediatamente a la prensa, que la difundió rápidamente entre toda la
población de Madrid.
Cuentan que la niña, de no más de ocho años, fue encontrada
inerte delante del retrato de su bisabuela cuando tenía la misma edad que ella.
El cuerpo yacía bocabajo con un brazo estirado en dirección del retrato. Con
las sienes hacia dentro y sin una gota de sangre en sus venas.
Se habían oído rumores de que ese retrato estaba encantado,
pero los nobles no quisieron deshacerse de él
porque era patrimonio de la familia.
Este asunto recayó
sobre los hombros del mejor policía de todo Madrid, Lucas Trane.
Lucas tan solo tenía veinticuatro años, alto, de pelo negro
y ojos marrones tirando a verde, corpulento, amable, atento, carismático,
simpático y gracioso.
Con todo, había conseguido resolver casos de lo más
estrambóticos, saliendo airoso gracias a su infalible ingenio y su gran poder de
observación. Para lograr aclarar este horrible asunto, pidió a los apenados
nobles que le dejasen instalarse en el palacio, además de un permiso especial
para investigar y vagar por las abundantes salas que componían aquel palacio,
sin ser detenido por la guardia. Los nobles depositaron todas sus esperanzas en
tal personaje sin dudar un instante. Concediéndole así todo lo que pedía.
Imponiéndole una única condición, discreción.
Cerrado el trato, Lucas se dispuso a indagar. Todas sus
rondas las llevaba a cabo de noche, para que el palacio estuviese desierto y no
fuese interrumpido ni molestado por los
sirvientes.
Cada noche, descubría más y más salas, pasadizos secretos
accionados por libros ocultos en estanterías, diferentes escaleras que no
conducían a ninguna parte y algo que le llamó la atención, dos retratos más de
la bisabuela de la difunta niña, parecidos al que estaba en el salón del
crimen, lugar donde la niña halló su prematura muerte.
La noche del treinta y uno de Octubre no lucía la luna su
fantasmagórica luz. En una de las bibliotecas, cerca de un gran ventanal, al
abrigo de los diversos libros, dispuso los tres retratos, en fila, de tal forma
que se podía observar una curiosa evolución en ellos.
En el primero, la bisabuela, retratada con ocho años, tenía
una mirada limpia, cargada de gracia. En el segundo, aparecía la misma cara,
pero la mano derecha quedaba visible. La palma se encontraba abierta, daba la
sensación de que estuviese atrapada en un espejo e intentase salir empujando el
delicado cristal con su manita blanca. Sus ojos se habían vuelto un tanto más
rojos, aunque también se podía ver el terror dibujado en ellos. Su mirada no
era tan limpia como antes y para un detective tan virtuoso como Lucas era
evidente que eso no era normal.
En el tercer retrato, se podía apreciar a la bisabuela muy
aterrada, esta vez con las dos manos abiertas y unas transparentes lágrimas
surcando su joven rostro. Tenía la boca abierta, con una expresión de dolor,
cosa rara en un semblante de aquella edad. Y en las encías, unos dientes
blancos asomaban, pero lo más curioso eran los colmillos. En vez de ser dientes
normales, redondeados, acababan en punta, unas puntas que rasgaban el labio
inferior, dejando correr hilillos de sangre, a pesar de tenerla completamente
abierta.
Lucas, animado por este descubrimiento, le dio la vuelta al
cuadro.
Se quedó paralizado cuando contempló unas letras en
mayúscula que cruzaban de lado a lado el revés del cuadro.
DEJARÉIS DE EXISTIR PARA FORMAR PARTE DE MÍ Y DARME EL
SUFICIENTE PODER COMO PARA VIVIR ETERNAMENTE.
Estas letras estaban frescas, se podían oler, tocar,
impregnaban el aire como veneno, porque no era tinta normal, esta tinta tenía
un color rojo parduzco, de minutos, horas como mucho. Este tipo de tinta no se podía comprar en el
mercado de la ciudad. Todo esto lo supo Lucas en cuanto se llevó un poco a los
labios. Era sangre. ¿Sangre fresca? Sí, eso seguro, ya que todavía estaba
húmeda. ¿Quién había sido el que había escrito con sangre detrás del retrato
hacía pocas horas, minutos tal vez?
La respuesta llegó hasta él en cuanto su mente hubo
formulado la pregunta. Con un sonido sordo y seco la puerta se cerró de golpe.
Lucas, sobresaltado, se dio la vuelta a la vez que se erguía, viendo a la niña
del retrato con los ojos inyectados en sangre, los colmillos sobresaliendo de
su boca y una macabra mueca caminar lentamente hacia él.
Una siniestra risa, procedente del fondo de la garganta de la blanca niña rompió el silencio cargado
de terror por parte de Lucas. Un dolor profundo se cernió sobre el joven
detective al sentir los colmillos fríos desgarrar su cuello. Segundos después
caía sin vida al suelo, bocabajo, a los pies de la misteriosa y diabólica niña.
El único rasguño eran las dos cicatrices que habían dejado los colmillos,
invisibles a los ojos de los simples humanos.
Días después encontraron los nobles al policía extinto en
una de sus bibliotecas, en la misma posición que su hija, con una mano
extendida en dirección de uno de los retratos de la bisabuela, los otros dos no
estaban, desaparecidos, ocultos. Nadie supo de su existencia, pero un año
después, treinta y uno de Octubre, morían los nobles tras haber encontrado
personalmente los otros dos retratos, escondidos bajo unas tablas de madera en
el suelo de sus aposentos. Una vez más, los cuerpos yacían inertes a los pies
de un único retrato.
Marta Orbaneja
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